Miguel Sepúlveda, es quien funda la tradición de este oficio en su familia. El escenario de este artista siempre ha sido la calle, pero sus inicios no fueron junto al chinchín y el organillo. Conocido como “el tony”, Miguel Sepúlveda trabajo por años como payaso antes de ser chinchinero y posteriormente organillero, fue precisamente la calle, el espacio que permitió a este artista callejero vincularse y conocer otros oficios, vendedores ambulantes, lustra botas, maniseros, cantantes, humoristas entre otros que comparten los mismos códigos y una vida errante entorno a sus oficios. Fue junto al “pituquin” chinchinero antiguo conocido por mantener su instrumento impecable y ordenado, y junto al organillero Sergio Casanova Cifuentes, que el joven Miguel Sepúlveda, conocido en ese entonces como el “payaso Rasputín” tiene su primer acercamiento con estos oficios, particularmente con el chinchín. Mientras Sergio Casanova tocaba el organillo, Miguel vestido de payos bailaba a su alrededor llamando la atención de los transeúntes, con el paso del tiempo comenzó a imitar los movimientos del “pituquín” hasta que se hizo chinchinero. En 1975 viaja a Valparaíso para establecerse junto a su familia, allí acompaña por más de diez años al organillero Claudio Cortes en sus andanzas por los cerros y paseos del puerto, en 1985, después del terremoto vuelve a Santiago donde de forma independiente sigue su carrera, acompañando en ocasiones a Luis Toledo Salvatierra, organillero conocido como “el cascote”, quien era su suegro. Ya con experiencia y trayectoria, Miguel enseña a sus sobrinos Jorge y Patricio Toledo a tocar el chinchín, también a Carlos Manuel Aravena con quienes comparte la tradición. Su hermano conocido como “el tortuga” también trabaja como chinchinero, luego sus hijos Marco Antonio y Miguel Sepúlveda aprenderían de él la disciplina que los llevaría el año 1994 a Italia y Francia a mostrar su arte.
En Santiago de Chile, en un periodo de más de diez años a partir de la década de los 80’, Miguel y sus hijos, eran perseguidos como muchos de sus colegas del centro de la ciudad, el constante hostigamiento de las autoridades y carabineros termino aburriendo a estos artistas quienes deciden no trabajar más en el centro y lugares concurridos de la ciudad, exiliándose en poblaciones y pueblos pequeños donde siguieron desarrollando de forma menos notoria su práctica. Reconocidos por sus estrafalarias vestimentas y pantalones con vuelos de colores, la familia Sepúlveda no pasó inadvertida en los años 80’.
En la actualidad, siguen llevando alegría a la gente con sus tres generaciones, un organillero y tres chinchineros. Miguel Sepúlveda, fundador de una historia familiar en el oficio, por años ha luchado para que éste sea reconocido y tenga el lugar que se merece en la ciudad. Con interés pedagógico, ha propuesto más de una vez a las autoridades instancias de acercamiento de esta cultura a los colegios del país, como también ha buscado la asosiatividad en el gremio para proteger y promover su práctica. Hoy, sigue recorriendo el país y los pueblos con su organillo y chinchín.